viernes, 14 de junio de 2013

Presentación

En los tiempos que corren, cada vez más gente está empezando a tener dudas. Dudan de la honestidad de los políticos; dudan de la justicia y la sostenibilidad del sistema; dudan de que el progreso moral de la Humanidad esté a la altura de su progreso tecnológico; dudan de que ese mundo ideal de bienestar perpetuo con el que hemos venido soñando durante generaciones llegue alguna vez a materializarse...
Pero hay un terreno que permanece inaccesible a la duda. En nuestro mundo laico existen también conceptos sagrados. La lenta progresión ascendente que une al hombre de las cavernas con el prodigioso hombre tecnificado del siglo XXI, superando difíciles baches históricos con la vista siempre puesta en un futuro mejor, es un concepto sagrado. Nadie lo pone en duda.
La larga búsqueda de la verdad científica que, en lucha secular contra las fuerzas oscurantistas, ha conseguido derrotar para siempre a la superstición y la ignorancia, poniendo el conocimiento verdadero al alcance de todos, es un concepto sagrado. Nadie lo pone en duda.
La liberación del hombre de sus milenarias cadenas, a través de las Revoluciones que han marcado los últimos siglos y le han permitido, por primera vez en la Historia, asumir el control de su propio destino es un concepto sagrado. Nadie lo pone en duda.
Nuestro mundo laico tiene también sus propios "santos": Leonardo da Vinci, Galileo Galilei, Jean-Jacques Rousseau, Charles Darwin, Albert Einstein...

Hay que ser muy valiente para atreverse a dudar de ellos.

jueves, 13 de junio de 2013

La Gran Idea

Hace algunos años, una empresa dedicada a realizar estudios sociológicos llegó, mediante encuestas y sondeos, a la conclusión de que las personas de mayor estatura conseguían, en general, empleos mejor remunerados que los más bajitos, con una formación académica y una experiencia laboral similares. Se ponía de manifiesto así un curioso fenómeno sociológico, poco conocido e investigado hasta entonces, que se podría enunciar, reduciéndolo a una sucinta proposición, de la siguiente manera: Los más altos consiguen mejores empleos.
Sabemos, sin ningún género de dudas, cuándo una persona es más alta que otra: sólo es cuestión de medir sus estaturas y compararlas. Y también sabemos cuándo un empleo está mejor remunerado que otro: no tenemos más que confrontar las cifras que figuran en las respectivas nóminas. De este modo, nuestra afirmación “Los más altos consiguen mejores empleos” pone en relación directa dos hechos (medir más o menos centímetros, ganar más o menos dinero) que cuentan, cada uno de ellos, con sistemas de referencia independientes e indiscutibles. Es, por tanto, una proposición coherente, más allá de que posteriores estudios avalen o refuten su veracidad, o limiten de una u otra forma su alcance, según los distintos ámbitos en que se aplique.
El darwinismo cuenta también con una proposición de este tipo, que algunos entusiastas han llegado a calificar como “la mejor idea en la Historia de la Humanidad”: Los más aptos consiguen sobrevivir mejor. Esta es, en efecto, la clave del mecanismo de selección natural propuesto por Darwin para explicar la evolución de las especies. A lo largo de las sucesivas generaciones, se producen cambios o mutaciones espontáneas, algunas de las cuales resultarán favorables y producirán individuos más aptos, que sobrevivirán con más facilidad que el resto de la progenie y acabarán dando lugar a una especie mejorada. La supervivencia del más apto se ha convertido así en un principio fundamental, no sólo en el campo de la biología, sino incluso en los de la sociología, la economía y la política.

Ahora bien, hemos señalado que, para que una proposición sea coherente, debe poner en relación dos términos independientes, mensurables ambos de acuerdo a sistemas de referencia autónomos. De la misma forma que contamos con un medio incuestionable para saber si una persona es más alta que otra, o gana más dinero, debemos disponer de una referencia para establecer cuándo un organismo es más apto que otro. El problema es que sólo existe un criterio para dilucidar la aptitud de los organismos vivos, y ese es, precisamente, la supervivencia. Por definición, un ser vivo es más apto que otro cuando es más capaz de sobrevivir. La naturaleza está llena de ejemplos que muestran que no siempre sobrevive el más fuerte, o el más grande, o el más veloz, o el más agresivo. Resulta impredecible. En un entorno determinado, una cierta cualidad puede ser la clave de la supervivencia, y, en otro entorno distinto, puede ser la contraria: no existe un criterio independiente de aptitud. Simplemente, se declara eventualmente apto al organismo que, en unas condiciones dadas, ha logrado transmitir su información genética a la siguiente generación. De esta manera, el pomposo principio de la supervivencia del más apto se reduce a la “supervivencia del sobreviviente”. Es como si el enunciado que mencionábamos al comienzo afirmase que “el más alto es el que mide más centímetros”, o que “el que tiene mejor sueldo es el que gana más dinero”[1].
Una sentencia de este tipo, no sólo no puede ser “la mejor idea de la Historia”, sino que ni siquiera alcanza la categoría de idea, puesto que no enlaza dos conceptos distintos para engendrar otro nuevo, limitándose a nombrar un mismo elemento conceptual de dos maneras diferentes, con la suficiente habilidad como para crear la ilusión de que se está aportando alguna información. En este caso, no se está haciendo más que señalar que “alguien” sobrevivirá (lo cual es obvio), y que a ese “alguien”, sea quien sea, le llamaremos apto, sin indicar a priori ninguna de las cualidades que le diferencian de los no-aptos, aparte de la supervivencia en sí[2].
Esta clase de pensamiento autojustificativo es el que habría de llevar a Hitler, algunas décadas después de la muerte de Darwin, a proclamar unilateralmente a la raza aria como la más apta (¿tal vez por ser más altos y más rubios?: en realidad, no necesitaba aportar ninguna explicación, como Darwin tampoco lo había hecho) y proceder al exterminio de las etnias que, por “ley natural”, estaban condenadas, tarde o temprano, a la desaparición[3].
Una nueva forma de entender el orden de la Naturaleza que también inspiró a filósofos tan emblemáticos de la modernidad como Friedrich Nietzsche, el cual  despreció abiertamente las cualidades de bondad y piedad para con los débiles (propias, según él, de una religión blanda y decadente como el cristianismo), proclamando sin rubor que sólo la “Voluntad de Poder” debía caracterizar al Superhombre. Tanto Hitler como Nietzsche (que, por otra parte, critica a Darwin y pretende ir un paso más allá de él) aplican el principio darwiniano de la forma más simple y grosera, reduciéndolo a “la supervivencia del más fuerte”: éste es el gran peligro de un principio que, al no aportar ninguna información per se, es susceptible de ser interpretado como mejor convenga. Se equivocan, no obstante, pues, como señalábamos anteriormente, las cualidades que garantizan las supervivencia son cambiantes e imprevisibles, y no siempre están relacionadas con la fuerza. Tal vez, el hecho de que nuestro mundo se halle hoy más cerca del colapso que de la supervivencia sea un síntoma de esta fatal equivocación.
En cualquier caso, lo cierto es que la supervivencia del más apto, ya sea en su variante darwiniana o (más frecuentemente) en la nietzscheana, se ha convertido, sintomáticamente, en el lema de fondo del mundo contemporáneo en su totalidad, y, de hecho, se empieza a practicar ya desde las propias escuelas infantiles, donde se inculcan a los niños los principios de feroz competitividad que habrán de desarrollar durante sus vidas adultas para poder, literalmente, sobrevivir.
Habiendo creído descubrir una ley natural inexorable, el hombre moderno ha convertido su sociedad en una jungla nueva y sofisticada (¡la “evolución” cierra su ciclo, retornando a los orígenes!), en la que ser más apto significa ser calculador, carecer de escrúpulos, trabajar frenéticamente... y procurar pensar lo menos posible[4].
¡Qué gran idea!
Por cierto, señor Darwin: después de usted, algunos otros naturalistas se han interesado por la fauna avícola de las islas Galápagos, y han realizado estudios interesantes. Han descrito cómo, en temporada de grandes sequías, aumentaba notablemente la población de pinzones de pico grueso, especializados en ingerir sólo semillas duras, mientras las poblaciones de pinzones de pico fino disminuían peligrosamente. En cambio, cuando sobrevenían fuertes inundaciones (el fenómeno meteorológico conocido como “El Niño” afecta precisamente a esa zona del Pacífico), las islas se cubrían con enormes cantidades de semillas blandas y jugosas y eran las subespecies de pico fino las que prosperaban en detrimento de las primeras, que apenas podían encontrar alimento adecuado para ellas.
¿Cuál de ambas subespecies (por simplificar, ya que existen muchas otras clases de “pinzones de Darwin”) deberíamos considerar “más apta”? ¿Qué habría pasado si la naturaleza hubiera “seleccionado” a una de las dos y hubiera relegado a la otra, dejándola morir? ¿No habría condenado a la extinción a la especie entera[5], cuando las condiciones medioambientales hubieran dado un nuevo giro? ¿Es realmente seleccionar lo que hace la naturaleza, o es justamente lo contrario, esto es, mantener abiertas simultáneamente varias vías, sin descartar ninguna (si acaso, dejándolas en estado latente), para maximizar las posibilidades de supervivencia en cualquier circunstancia? ¿Qué sentido puede tener calificar de apto primero a un tipo y más tarde a su contrario? ¿Es éste un criterio científico?
En las condiciones socioeconómicas actuales, el hombre “más apto”, el que más probabilidades de éxito tiene, es el “tiburón” astuto, manipulador y sin escrúpulos de conciencia. ¿Le convierte eso en el ejemplo más perfeccionado de la especie humana, aquél que debe sobrevivir con preferencia sobre los congéneres menos adaptados?
Queremos creer que no. Queremos creer que aquí sucederá como en las islas Galápagos, que las condiciones ambientales volverán a cambiar, y el hombre piadoso y caritativo, hoy reducido a una existencia precaria (pero no totalmente extinguido) tendrá una nueva oportunidad, por el bien de todos.
                                             *         *          *
No pretendemos insinuar que Darwin fuera un estúpido. Su teoría constituye una elaboración creativa e inteligente de los datos que recabó durante sus viajes como naturalista: él comprobó que las especies respondían con eficaces modificaciones ante la presión del medio ambiente, y, como no podía saber que todas estas variantes estaban comprendidas en el plan genético original, y que no tendían a la transmutación de la especie, sino a su preservación en entornos diversos, no vio ningún obstáculo que le impidiera imaginar un oso polar transformándose paulatinamente en ballena. Él no lo vio, y ninguno de nosotros lo habríamos visto en su lugar; pero lo cierto es que el obstáculo existía. Ninguna de las modificaciones que él observó y describió suponía la creación ex nihilo de información genética nueva, sino sólo la potenciación de unos genes sobre otros, entre todos los que constituían el código genético de la especie. Algunos pinzones podían nacer fortuitamente con el pico grueso, porque ya existía la información para generar ese órgano dentro de una cierta gama de tamaños y grosores. Las condiciones del entorno podían hacer que, en determinado momento, un cierto tipo de pico resultara ventajoso sobre otro, pero no podían conseguir que, por ejemplo, le salieran dientes, porque el genoma del pinzón no incluye información sobre dientes[6]. La selección natural parecía contar con un ilimitado poder de creación de formas nuevas, pero en realidad no era así; y, para explicar su modo de actuación, Darwin acuñó un concepto que también parecía muy convincente, pero que, en el fondo, no era más que una perogrullada: la supervivencia del más apto.
Aún habrá recalcitrantes que insistan en que, en un período de sequía, los pinzones de pico grueso se revelan efectivamente como los más aptos, y que es un hecho que por eso, y sólo por eso, sobreviven mejor que sus congéneres. Esto, de alguna manera, daría carta de naturaleza a la expresión “supervivencia del más apto”.
Es cierto. El problema es que no se puede extraer de aquí ninguna ley general, lo cual priva a esta observación de cualquier valor científico: tener el pico grueso no es en sí mismo mejor que tenerlo fino (como queda patente en época de inundaciones), así que no puede considerarse un “perfeccionamiento” más que de forma muy ocasional. La naturaleza, librada a este mecanismo de selección oportunista, no seguiría una línea ascendente, sino un simple zigzag que no llevaría a ninguna parte.
Sin embargo (podrían seguir arguyendo los más pertinaces), sí se pueden señalar algunas características que constituirían, indiscutiblemente, perfeccionamientos o mejoras, y que harían a su poseedor claramente superior a sus competidores en cualquier circunstancia, es decir, más aptos de forma absoluta. Por ejemplo, el sistema inmunológico, o el de coagulación de la sangre.
Es cierto también. Pero este tipo de “mejoras” presenta al menos dos problemas. El primero es que son siempre dispositivos de complejidad irreducible (y abrumadora, por cierto), muy difíciles, o imposibles, de ser generados mediante un “golpe de suerte”: requerirían la aparición fortuita de una enorme cantidad de información genética, cosa que, como hemos visto, no forma parte del mecanismo de la selección natural. El segundo es que, más que “mejoras”, son de por sí elementos imprescindibles desde un principio: ningún organismo superior podría sobrevivir sin ellos. No podemos imaginar a generaciones enteras de vertebrados de cualquier especie subsistiendo durante millones de años sin estar dotados con sistemas inmunológicos o de coagulación sanguínea perfectamente funcionales. En cualquiera de los casos, el concepto darwiniano nos lleva a un callejón sin salida.



[1] También se puede enunciar este razonamiento en la forma de una petitio principii:
          -Sólo sobreviven los más aptos
          -¿Por qué?
          -Porque los más aptos están mejor dotados para la supervivencia.
[2]No es el más fuerte [ni] el más inteligente el que sobrevive. Es aquél que es más adaptable al cambio”. Ésta es la única explicación que ofrece Darwin, una explicación que, obviamente, no explica nada, puesto que tampoco existe ningún criterio para discernir la capacidad de “adaptación al cambio” que no se derive a posteriori de la propia supervivencia.
[3] Para aquéllos que consideren injusto o abusivo mezclar el nombre casi “sagrado” de Darwin con asuntos tan enojosos como el racismo y el exterminio, hemos reunido algunas citas textuales del autor británico en la entrada titulada "Las 'otras' ideas de Darwin".
[4] El geólogo inglés Adam Sedgwick, profesor y amigo personal de Darwin, declaró tras leer El Origen de las Especies: “Si este libro llegase a encontrar la aceptación generalizada de la gente, ello iría acompañado de una bestialización de la raza humana como nunca se había visto antes”.
[5] Se ha podido comprobar que las distintas subespecies de pinzones se pueden llegar a cruzar entre sí, produciendo descendencia fértil, por lo que no es descabellado seguir considerándolos una especie única. También es cierto que, en condiciones normales, los apareamientos sólo se dan entre miembros de una misma clase, quizá porque las modificaciones en sus picos han alterado el canto propio de cada variedad y, con ello, su reclamo nupcial. En cualquier caso, todo apunta a que la mal llamada selección natural no tiene como objetivo traspasar la barrera de las especies.
[6] Es verdad que pueden tener lugar mutaciones sobre el código genético, y el propio Darwin (sin conocer aún el concepto de “mutación”) señaló ya el caso del escarabajo de la isla de Madeira, que es un coleóptero mutante sin alas. Se trata de un perfecto ejemplo de selección natural sobre mutaciones espontáneas ventajosas, porque la capacidad de volar puede resultar nefasta para un insecto que vive en una isla, expuesto a ser arrastrado al mar por los vientos. Ahora bien, en este ejemplo, como en otros similares que se han descrito, la mutación supone siempre pérdida de información, y no ganancia espontánea (en un paquete de información dado, se puede perder parte por azar, pero no se puede generar espontáneamente más de la que hay). Es decir, una especie voladora puede perder sus alas y resultar  eventualmente beneficiada con el cambio, como una especie que viva en perpetua oscuridad puede perder sus ojos, que para ella no representaban más que una fuente de infecciones y problemas; pero no se ha observado nunca el caso contrario, a saber, la aparición espontánea de un órgano complejo.

miércoles, 12 de junio de 2013

Las "otras" ideas de Darwin

La idea de la supervivencia del más apto arrastra como corolario inevitable la eugenesia “científica” (¿por qué no acelerar la evolución de la raza humana eliminando, o al menos esterilizando, a los “no aptos”?) y así lo entendieron, no sólo los totalitarismos[1], sino también gran parte de las democracias liberales de principios del siglo XX. Con los Estados Unidos de América a la cabeza, muchos de los países occidentales no católicos pusieron en marcha agresivos programas de eugenesia sobre los que, posteriormente, se corrió un tupido velo cuando Hitler, abundando en la misma línea, “se pasó de la raya” e hizo caer en el desprestigio los métodos de higiene racial. No se trató, como tal vez se podría pensar, de una “mala interpretación” de los escritos de Darwin, sino más bien de una puesta en práctica directa y concienzuda de los mismos: en El Origen del Hombre (su segunda gran obra) encontramos párrafos tan esclarecedores como éste:
Construimos asilos para los imbéciles, tullidos y enfermos. Instituimos leyes protectoras del pobre y nuestros médicos se exigen al máximo en sus capacidades para salvar la vida de cada uno hasta el último momento. Hay razones para creer que la vacunación ha preservado a miles de individuos de constitución física débil, que de otro modo habrían sucumbido ante la viruela. De ese modo los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su linaje. Nadie que haya prestado atención a la cría de animales domésticos dudaría que esto tiene que ser muy nocivo para la raza humana [...] Nadie es tan necio como para dejar que sus peores animales se reproduzcan[2].
...o, mejor aún, este otro:
En algún momento del futuro, no tan distante como para medirlo en siglos, es casi seguro que las razas civilizadas del hombre exterminarán y reemplazarán en todo el mundo a las razas salvajes. Al mismo tiempo, los monos antropomorfos [...] serán sin duda exterminados. La laguna [que separa al ser humano de sus antepasados simiescos] será entonces mayor, porque se extenderá entre el hombre en un estado aún más civilizado, podemos esperar, que el caucásico, y algún tipo de mono tan bajo como el papión, en lugar de entre el negro o el australiano y el gorila, como ahora[3] (la traducción y los énfasis son nuestros).
Junto a ellos, toda una serie de alegatos clasistas (también sexistas[4]), en los cuales se asocia con naturalidad la riqueza material a la superioridad moral y espiritual, y se aboga por los matrimonios selectivos (entre ricos) como medio para mejorar la especie: “Los ricos por derecho de primogenitura pueden, de generación en generación, elegir las mujeres más hermosas, las más encantadoras, dotadas por lo general de bienes materiales y de espíritu superior[5].
...llegando al extremo de relacionar determinados rasgos fisiológicos con las diferentes clases sociales, como si de auténticas razas (literalmente, “raza superior” y “raza inferior”) se tratase: “Se asegura que, al nacer, los hijos de los obreros tienen en Inglaterra las manos más fuertes que los de las familias acomodadas. [...] Es positivo que las mandíbulas son generalmente más pequeñas entre las personas civilizadas o de buenas posición que entre los obreros ocupados en trabajos mecánicos o los salvajes[6].
La propaganda evolucionista ha pretendido (y, de hecho, ha conseguido) presentar a Darwin como un científico en estado puro, un “buscador de la verdad” alejado de cualquier condicionamiento social e individual. Pero esto no es del todo cierto: Darwin fue un hombre de su tiempo, y en modo alguno se mantuvo ajeno a los prejuicios de la época. El pensamiento de Malthus, para quien la naturaleza “no tardará mucho en cumplir su amenaza” (de acabar con la población humana “sobrante” en el planeta) influyó profundamente en la visión darwiniana de un entorno biológico competitivo y cruel, en el cual no hay sitio para todas las especies. La propia cosmovisión protestante (Malthus fue pastor y Darwin estuvo a punto de serlo), según la cual una gran parte de la Humanidad está indefectiblemente predestinada a la condenación, había preparado el terreno en este sentido, implantando una forma de ver el mundo radicalmente diferente a la del catolicismo. Por otra parte, la lectura de Comte, que rebajaba la religión y la metafísica a los estadios más primitivos del pensamiento humano, impulsó a Darwin a descartar definitivamente la creación divina y a buscar a toda costa una explicación mecanicista de la naturaleza.
Aunque no existe, que sepamos, documentación al respecto, es muy posible que la muerte de su queridísima hija Annie, a los 10 años de edad, contribuyera a consolidar en la mente del científico la idea de que la vida es terriblemente despiadada y no hay un Creador bondadoso que vele por sus criaturas. Sí está documentada, en cambio, la intensa relación intelectual que mantuvo Darwin con su primo Francis Galton, quien, tras la lectura de El Origen de las Especies, había sentenciado que las medidas tradicionales de proteccionismo social hacia los más débiles obstaculizaban los mecanismos de perfeccionamiento de la especie humana a través de la selección natural. Galton, influido por Darwin, sería el primer formulador teórico del concepto de eugenesia, e influiría a su vez sobre el insigne naturalista en la posterior redacción de El Origen del Hombre[7].
Francis Galton, padre de la eugenesia
El racismo, el clasismo y el antropocentrismo que caracterizaron a la sociedad industrial decimonónica (especialmente la anglosajona), dominada ante todo por la obsesión del progreso, se filtran y se traslucen, como un ineludible telón de fondo, a todo lo largo de esta obra. Darwin no buscó la “verdad científica” aislado en su burbuja de cristal. Buscó en la dirección que la sociedad de su tiempo y sus propios condicionamientos personales le indicaron, sabiendo de antemano lo que para él era aceptable y lo que no lo era. La Evolución no fue una “revelación”. Fue el fruto natural de una época, que marcaría de forma decisiva la época posterior. Ideologías que engendran ideologías, pasando brevemente por las manos del hombre a quien el destino puso en el lugar adecuado en el momento preciso.




[1] Marx y Engels fueron grandes admiradores de Darwin, en cuyas tesis encontraban el equivalente biológico de sus propias teorías sociológicas. Es sabido que aquél quiso dedicarle el segundo volumen de su Das Kapital, ofrecimiento que el científico británico declinó. También Lenin y Stalin (de quien se dice que se volvió ateo leyendo El Origen de las Especies) reconocerían en la lucha por la supervivencia descrita por Darwin la perfecta plasmación natural de la lucha de clases y una inspiración fundamental para su acción revolucionaria.
[2] We build asylums for the imbecile, the maimed and the sick; we institute poor-laws; and our medical men exert their utmost skill to save the life of every one to the last moment. There is reason to believe that vaccination has preserved thousands, who from a weak constitution would formerly have succumbed to small-pox. Thus the weak members of civilized societies propagate their kind. No one who has attended to the breeding of domestic animals will doubt that this must be highly injurious to the race of man. It is surprising how soon a want of care, or care wrongly directed, leads to the degeneration of a domestic race; but excepting in the case of man himself, hardly anyone is so ignorant as to allow his worst animals to breed”. The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (1871), p. 168.
[3]At some future period, not very distant as measured by centuries, the civilised races of man will almost certainly exterminate and replace throughout the world the savage races. At the same time the anthropomorphous apes, as Professor Schaaffhausen has remarked, will no doubt be exterminated. The break will then be rendered wider, for it will intervene between man in a more civilised state, as we may hope, than the Caucasian, and some ape as low as a baboon, instead of as at present between the negro or Australian and the gorilla.” Ibídem, p. 201.
[4]Si los hombres son capaces de una determinante preeminencia sobre las mujeres en muchos temas, el promedio de la facultad mental en el hombre debe estar por encima del de la de la mujer. [...] Así, el hombre ha devenido finalmente superior a la mujer. [...] A fin de que la mujer pueda llegar al mismo nivel que el hombre, ella debería, cuando sea casi adulta, ser entrenada con energía y perseverancia, y tener su razón e imaginación entrenada al punto más alto...”. El Origen del Hombre, p. 565. “El hombre es más valiente, combativo y enérgico que las mujeres, y tiene una genialidad más inventiva. Su cerebro es absolutamente más grande.” Ibídem, p. 557.
[5] Ibídem., p. 163.
[6] Ibídem., p. 85. Darwin se lamenta amargamente de que “en la lucha perpetua por la existencia [haya] prevalecido la raza inferior y menos favorecida [pobres, holgazanes y viciosos] sobre la superior [hombres de buena posición, prudentes y virtuosos], y no en virtud de sus buenas cualidades, sino de sus graves defectos”. El hecho de que los pobres se casaran más jóvenes y tuvieran más descendencia que los ricos suponía para el autor inglés motivo de honda preocupación, pues veía en ello un “obstáculo importante” para la deseable mejora progresiva de la especie humana.
[7] Una cita extraída del párrafo inicial de El Genio Hereditario, de Francis Galton (1869), libro donde el autor desarrolla por primera vez su teoría de la eugenesia: “...como es fácil [...] lograr, mediante la cuidadosa selección, una raza permanente de perros o caballos dotada de especiales facultades para correr o hacer cualquier otra cosa, de la misma forma sería bastante factible producir una raza de hombres altamente dotada mediante matrimonios sensatos durante varias generaciones consecutivas”. Es evidente la poderosa influencia que ejercieron estas reflexiones sobre la obra que Darwin publicaría sólo dos años más tarde.

martes, 11 de junio de 2013

Galileo y la Inquisición

Galileo Galilei ha pasado a la Historia, más que por sus méritos científicos (que no son en absoluto despreciables[1]), por representar el paradigma indiscutible de víctima de la intolerancia, constituyendo su juicio y posterior condena el caso más emblemático de inmovilismo y cerrazón por parte de la Iglesia Católica, campeona de la ignorancia y el fanatismo y enemiga declarada de todos aquellos descubrimientos que pudieran poner en peligro su posición de privilegio.
Según la leyenda universalmente aceptada, el eminente investigador pisano fue llevado ante el Santo Oficio por defender en su libro Diálogos sobre los dos mayores sistemas del Mundo el modelo heliocéntrico en lugar del geocéntrico (único admitido entonces por la Iglesia), resultando injustamente condenado por un tribunal fanático que desoyó cuantas pruebas pudo aportar el acusado a favor de su tesis. En ese momento, lleno de justa indignación e impotencia, lanzó su titánica frase “Eppur si muove!” (“¡Y sin embargo, se mueve!”, aludiendo al movimiento de la Tierra en torno al Sol), antes de ser encerrado en los lóbregos calabozos de la Inquisición. A muchos, incluso, les gusta completar el relato asegurando que fue quemado vivo en la hoguera.
Todo es falso. Galileo fue condenado por ser un pionero de la ciencia, sí, pero no en el sentido que a esta expresión se le da habitualmente. Fue un pionero en presentar la ciencia como la nueva religión, afirmando las hipótesis como si fueran dogmas, sin aportar pruebas concluyentes y descalificando de entrada a todo el que osara poner en duda sus afirmaciones. Es decir, lo mismo que siguen haciendo, cuatro siglos después, los científicos evolucionistas. En este sentido, Galileo demostró ser un “adelantado a su tiempo”.
La teoría heliocéntrica contaba ya con casi un siglo de antigüedad cuando Galileo decidió erigirse en defensor a ultranza de la misma. La había desarrollado el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (canónigo y posiblemente sacerdote, en cualquier caso miembro de la Iglesia) a lo largo de las primeras décadas del siglo XVI, y desde entonces había sido valorada positivamente por muchos católicos[2], empezando por los papas Clemente VIII y Pablo III (a quien sería dedicado el libro Las revoluciones de los mundos celestes), el cardenal Schönberg y el arzobispo Tiedemann Giese de Culm, gracias a cuya insistencia el reticente investigador accedió, ya muy anciano, a la publicación de su magna obra en 1543, el mismo año de su muerte. Aunque había sectores (a los cuales sería hoy muy fácil tildar de “inmovilistas”) que encontraban la doctrina copernicana contraria a las Escrituras, a la tradición aristotélica y al propio sentido común, la Iglesia no se oponía por principio al nuevo sistema. Pero en aquella época, además de que no se contaba aún con medios para corroborar la hipótesis experimentalmente (las comprobaciones no llegarían hasta los siglos XVIII y XIX), lo cual impedía, por respeto al mismo espíritu científico, presentarla como una verdad indiscutible, no existían tampoco razones suficientes para descartar la teoría geocéntrica. Ésta, actualizada con la incorporación de algunos elementos tomados del heliocentrismo por el prestigioso astrónomo danés Tycho Brahe, seguiría gozando del favor de la Iglesia, que en 1610 adoptó oficialmente dichas innovaciones, abandonando el viejo sistema de Ptolomeo. Algunos investigadores especialmente desprejuiciados llegan a reconocer hoy en día que los argumentos a favor del geocentrismo eran en esa época más sólidos que los esgrimidos por los valedores de la hipótesis heliocéntrica[3].

Sea como fuere, el caso es que, tras más de setenta años de pacífica convivencia con las ideas copernicanas, la forma vehemente y jactanciosa con que Galileo (confiado en la infalibilidad de sus revolucionarios instrumentos ópticos) empezó a defender sus posiciones, ridiculizando sin piedad a sus oponentes, generó en el seno de la Iglesia una agria polémica a raíz de la cual la obra de Copérnico resultó inesperadamente censurada donec corrigatur en 1616, instándose respetuosamente a Galileo a que, en adelante, presentase sus tesis heliocéntricas tan sólo como teorías equiparables a las geocéntricas. Fue el propio papa Urbano VIII, que había sido amigo personal del astrónomo, quien le sugirió escribir un libro en forma de diálogo en el que se expusieran en términos de igualdad ambas hipótesis. Galileo prometió hacerlo así, pero su Diálogo, publicado en 1632, distaría mucho de ser imparcial. El personaje encargado de defender en el texto las posiciones geocentristas será Simplicio, un tonto en el que algunos han querido ver retratado al mismísimo pontífice que había propuesto la idea al autor (!).
Así fue como el arrogante científico, que pocos años antes había sido recibido con todos los honores en el Colegio Pontifical, donde había explicado con gran éxito sus investigaciones, exhibiendo su telescopio en los jardines Quirinales de Roma ante un papa fascinado y una multitud entusiasta, acabó compareciendo ante el Santo Oficio. No por enseñar la teoría heliocéntrica, sino por desoír y burlarse de las amonestaciones, y por presentar la teoría como dogma, apoyada, además, por pruebas falsas, como el movimiento de las mareas, que a su juicio era señal inequívoca del desplazamiento de la Tierra.
Los astrónomos jesuitas del Observatorio Vaticano habían establecido ya, en esa época, que las mareas estaban provocadas por la atracción lunar, pero Galileo desechó y ridiculizó esta explicación. Lo cierto es que, en este y otros puntos, estaba equivocado[4], pero fue tratado en todo momento con el máximo respeto por sus colegas científicos del Tribunal (probablemente, más del que mostró él hacia ellos), y no llegó a pisar la cárcel[5]. Su condena consistió en cinco años de arresto domiciliario en la lujosa villa de su propiedad, más algunas oraciones de penitencia que el propio Galileo continuó practicando después de cumplido el tiempo fijado, porque, pese a todo, era un hombre de profundas convicciones religiosas. Y, probablemente, jamás pronunció el famoso “Eppur si muove!”. Según algunas fuentes, esta sonora frase habría sido inventada más de un siglo después por el periodista italiano Giuseppe Baretti, para añadir dramatismo al episodio.
Lo que sí dijo Galileo (o, más bien, escribió en una de sus cartas privadas) fue que todo aquél que no estuviera dispuesto a aceptar de inmediato el sistema copernicano era “un imbécil con la cabeza llena de pájaros, [alguien] apenas digno de ser llamado hombre, una mancha en el honor del género humano”. Diatribas que anticipan con extraordinaria lucidez las que mucho tiempo después dedicaría el eminente biólogo Richard Dawkins, catedrático de Oxford, a cuantas personas se mostrasen reticentes a comulgar con el dogma evolucionista: “Si encontramos a alguien que declare no creer en la evolución, podemos tener la certidumbre de que esa persona es ignorante, necia, o que no está cuerda (o es malvada, pero prefiero no considerar tal caso)[6].
La ciencia nace, como vemos, con vocación dogmática, dispuesta a convertirse en una nueva religión, más intransigente aún que aquélla a la que pronto conseguirá desbancar. La nueva “inquisición” la integrarán los santones de la ciencia, aferrados a la ortodoxia dominante en cada época, lanzando anatemas contra todo aquel que ose disentir de sus sagrados puntos de vista. Y las nuevas hogueras arderán en forma de desprestigio, aislamiento profesional e imposibilidad de publicación para todos los científicos “herejes”. Ni siquiera se les concederá la oportunidad de explicar y defender sus tesis, como sí sucedía en los tribunales del Santo Oficio, en tiempos de la Cristiandad. La Inquisición, en contra de lo que se suele pensar, no nació para ensañarse con los presuntos herejes, sino, paradójicamente, para defenderlos de las iras del pueblo (que tendían a tomarse la justicia por su mano cuando veían amenazadas sus sagradas creencias) y de una justicia civil demasiado expeditiva (una acusación de herejía equivalía a alta traición y pena capital), estableciendo una sistema judicial con garantías para el acusado, que, en muchos aspectos, sentó las bases de los tribunales actuales. Inquisición viene de inquirir, o sea, investigar mediante preguntas, porque la idea básica era dar al acusado la ocasión de explicarse, y luego la de arrepentirse. La inmensa mayoría de las veces, los juicios se resolvían con penitencias menores (o con absoluciones), y sólo los muy recalcitrantes iban a parar a la justicia secular, que se encargaba de ejecutar las penas máximas.
Cuando se trata de la Inquisición, nadie utiliza como atenuante la circunstancia de que la pena de muerte era común en la época: mucha gente era ajusticiada por distintas causas (se calcula que por cada ejecución ordenada por los tribunales eclesiásticos había cien de reos ordinarios) sin que ello constituyera entonces motivo de escándalo. Y, lo que es aún más sorprendente, nadie parece querer asumir el hecho de que las condenas por motivos religiosos no fueron en modo alguno inventadas por los tribunales eclesiásticos: todas las naciones europeas contaban desde antiguo con una durísima legislación penal contra la herejía y la brujería (véase la Witchcraft Act en la Inglaterra de Enrique VIII, un país al que nunca llegó la Inquisición como tal) y, tanto en los países en los que actuaba el Santo Oficio como en los que no lo hacía, la justicia civil se ocupaba finalmente de las ejecuciones, con la única diferencia de que las garantías procesales eran generalmente menores en estos que en aquéllos.
Otro tanto cabe decir de la tortura: se presupone que fue la Iglesia Católica la que, a través de la Inquisición, introdujo estas prácticas abominables en una sociedad de por sí pacífica y tolerante. Sin embargo, la tortura formaba parte, desde tiempos inmemoriales, de los métodos coercitivos de la justicia ordinaria, y lo que vino a hacer la Inquisición fue regular su uso, imponiendo severas restricciones: ni mutilación ni muerte, duración muy limitada y presencia de un médico durante su aplicación. Ninguna de estas condiciones se observaban con anterioridad. Los calabozos del Santo Oficio resultaban humanitarios en comparación con las cárceles ordinarias, hasta el punto de que muchos presos comunes solicitaban su traslado a las dependencias eclesiásticas. Se suele pintar a los inquisidores como hombres malvados, odiados por el pueblo, que se sentía amenazado por ellos. Todo lo contrario. En ellos se veía una salvaguarda, y lo único que se les reprochaba era ser, en ocasiones, demasiado condescendientes con los acusados.




[1] Además de la consabida invención del telescopio y las trascendentales observaciones astronómicas que éste posibilitó, incluyen grandes aportaciones en mecánica y dinámica (sus auténticas especialidades), entre las que se cuenta la formulación de la famosa “ley cuadrado-cúbica”.
[2] No así por Lutero y sus seguidores, que, desde un principio, condenaron sin paliativos la nueva doctrina (un detalle que suele pasar desapercibido para los furibundos anticatólicos), publicándose numerosos panfletos contra Copérnico en Alemania durante el siglo XVI. Si bien la Biblia alude en determinados pasajes a la inmovilidad de la Tierra, no existía ninguna razón doctrinal de base por la cual el cristianismo hubiera de rechazar frontalmente la teoría copernicana (algunos entusiastas, como el carmelita Foscarini, llegaban incluso a ver en el candelabro de siete velas presente en la liturgia un símbolo heliocéntrico) y, de hecho, la mayor parte de las investigaciones -en éste y en otros terrenos científicos- se llevaron a cabo en círculos eclesiásticos.
[3] La aparente ausencia de paralaje estelar, por ejemplo, fue para Brahe un argumento definitivo a la hora de rechazar el heliocentrismo: si la Tierra se movía en torno al Sol, tendrían que apreciarse necesariamente, a lo largo del año, leves variaciones en la posición relativa de las estrellas fijas. De hecho, lo único que, en la práctica, anula (o minimiza hasta extremos imperceptibles) este efecto es la distancia colosal que separa las estrellas de nuestro planeta, distancia que en aquellos tiempos no sólo no era mensurable, sino ni tan siquiera concebible. Hacia 1600, poco antes de morir, Brahe confió a su ayudante, el joven matemático alemán Johannes Kepler, la tarea de llevar a buen término sus investigaciones geocéntricas, poniendo en sus manos una cantidad ingente de datos astronómicos de gran precisión; pero éste, fascinado desde siempre por la idea del heliocentrismo, acabaría descubriendo, entre tal maraña de datos, una clave muy diferente a la que hubiera esperado su mentor. En efecto, tras largos años de observación, reflexión y trabajo, Kepler logró describir, a través de sus magistrales Tres Leyes (que, extrañamente, nunca fueron invocadas por Galileo en apoyo de sus tesis), la forma en que todos los planetas, incluida la Tierra, se desplazaban siguiendo órbitas elípticas alrededor del Sol. Para él, como profundo creyente, el heliocentrismo constituía una perfecta plasmación de la Armonía celeste, representando el Sol al mismo Dios en torno al cual giraba el Universo entero. De todas formas, y pese a la indudable importancia de este descubrimiento, hay que advertir que las Leyes de Kepler no representaron una demostración física del heliocentrismo (ya hemos indicado que éstas no llegarían hasta mucho más tarde), sino tan sólo una descripción matemática de su funcionamiento.
[4] También en presentar los cometas (que para Tycho Brahe constituían un indicio más a favor del geocentrismo) como ilusiones ópticas o fenómenos atmosféricos. Aunque otros de los argumentos que aportaba en su Diálogo sí eran correctos, como los que se refieren a la rotación de las manchas solares o a las fases de Venus, ninguno de ellos resultaba de por sí tan concluyente como el autor pretendía. Hay que destacar, en cambio, el hecho de que, en cuanto llegaron las primeras pruebas irrefutables de la rotación de la Tierra, a mediados del siglo XVIII, fue el propio Santo Oficio el que se apresuró a hacer publicar las obras completas de Galileo, levantando todas las prohibiciones que aún pudieran pesar sobre el heliocentrismo
[5] Según el filósofo de la ciencia Paul Feyerabend, “La actitud del inquisidor (Roberto Belarmino) fue al menos tan científica como la de Galileo, siguiendo criterios modernos”.
[6] The New York Times, 9 de abril de 1989.

lunes, 10 de junio de 2013

Las vanguardias: un nuevo enfoque

Por vanguardias artísticas se entiende habitualmente “una serie de movimientos de principios del siglo XX que buscaban ante todo la innovación en la producción artística, propugnaban una renovación radical en la forma y el contenido, exploraban la relación entre arte y vida, y pretendían reinventar aquél, oponiéndose a todos los movimientos artísticos anteriores”. Entre las corrientes de vanguardia más destacadas figuraron el expresionismo, el cubismo, el fauvismo, el dadaísmo, el surrealismo, el futurismo, y una larga lista de “ismos” contradictorios entre sí, con el único nexo común de un desprecio radical (y a veces violento) hacia la sociedad burguesa y hacia “lo establecido”.
Picasso: Las señoritas de Avignon (1907)
Como explicación del surgimiento de este singular fenómeno, la historiografía oficial nos viene a decir lo siguiente: por una parte, el fracaso de las revoluciones de 1848 y de la Comuna de París había impedido la resolución del problema obrero, y la sociedad necesitaba urgentemente un gran cambio, una superación del sistema capitalista, que había demostrado ser fuente de injusticias. La tensión entre las potencias europeas abocaba irremediablemente a la Primera Guerra Mundial, la cual, en medio del horror, aparecía como la esperada demostración del hundimiento del modelo burgués, mientras la Revolución Rusa alentaba las expectativas de un futuro más justo. Por otra parte, el desarrollo de la ciencia (Einstein con su Relatividad y Freud con su Inconsciente parecían sugerir que las cosas no siempre eran lo que parecían) y de la técnica (la fotografía parecía relevar a la pintura de su obligación de plasmar la realidad) estaban cambiando la forma de ver el mundo, al tiempo que las nuevas y poderosas máquinas producían una mezcla de temor y fascinación irresistible, como heraldos de la soñada Nueva Era de comodidades y progreso ilimitado. En este ambiente tenso, expectante y contradictorio, las vanguardias artísticas se justificarían como “un grito de rebeldía, una ruptura con el pasado injusto y opresor y una valiente propuesta de renovación de cara al futuro[1]. Se deben entender, por tanto, como la expresión anhelante de un puñado de idealistas puros (en su mayor parte, socialistas y comunistas) que querían contribuir a la caída definitiva del sistema burgués, cuestionando sus principios y demoliendo sus tabúes, para preparar, a su manera, el advenimiento de un mundo mejor. Lo cierto es que su modo de expresión, como no podía ser de otra forma tratándose de este tipo de ideologías, era típicamente totalitario, a través de “manifiestos” de carácter dogmático en los cuales, en aras de la libertad, se condenaba cualquier tendencia que no fuera la suya propia. Uno de los principios que se cuestionaban con frecuencia era, precisamente, el del propio arte como negocio burgués, lo cual tendría que haberlos abocado a una rápida desaparición por falta de apoyo financiero; pero el mismo circuito comercial del cual abominaban se encargó, por alguna razón, de mantenerlos con vida, mimándolos incluso, y llegando, con los años, a convertir sus obras más desafiantes en “objetos de consumo”, para desesperación de teóricos idealistas como André Breton, que veían, al cabo del tiempo, cómo su intención primordial de escandalizar a la sociedad y remover sus planteamientos de base había fracasado.
La complaciente asimilación por parte de la burguesía de un movimiento esencial y agresivamente antiburgués es algo bastante sorprendente de por sí; pero, para el historiador, lo más llamativo debería de ser quizás el carácter puramente coyuntural que presenta la justificación historiográfica de este fenómeno, el cual, bajo la denominación genérica y un tanto anodina de “Arte Contemporáneo”, estaba llamado a consagrarse de forma estable como la verdadera (?) continuación de los grandes estilos clásicos del pasado, ocupando en la cultura “oficial” el lugar de estos hasta el día de hoy.
¿Cómo puede un fenómeno artístico que se considera fruto ocasional de unas circunstancias pasajeras transformar de modo permanente e irreversible el panorama cultural de toda una civilización? En efecto, según la versión comúnmente aceptada, que acabamos de exponer a grandes rasgos, esta explosión de rebeldía habría estado motivada, y hasta cierto punto justificada, por una serie de tensiones, miedos, incertidumbres y esperanzas propios únicamente de aquel momento histórico irrepetible: problema obrero, socialismo utópico, maquinismo, guerra mundial... Pero todas y cada una de esas cuestiones han sido históricamente superadas hace ya mucho tiempo, y aún así, las antiguas vanguardias (valga el peculiar oxímoron) continúan representando la principal fuente de inspiración para los creadores de hoy en día, cien años después, en una sociedad que apenas tiene nada en común con aquélla: el levantisco proletariado se ha transmutado en la satisfecha, conformista y algo amodorrada clase media; el socialismo ha tenido sobradas ocasiones de demostrar lo (poco) que es capaz de hacer en aras de la libertad del ser humano; las máquinas están plenamente integradas en la sociedad, para lo bueno y para lo malo (ni asustan, ni producen excesiva fascinación, más allá de su uso compulsivo y consumista, en general alienante), y la democracia está sobradamente consolidada, no habiendo peligro, ni necesidad alguna, de nuevas revoluciones marxistas, ni de ningún otro tipo de cambio radical.
Tal vez haya algo de hastío, bastante estrés y cierta preocupación por asuntos completamente novedosos, como la contaminación medioambiental, la superpoblación o el agotamiento de los recursos (más un incierto temor al fundamentalismo islamista desde 2001), pero ya no existen las tensiones sociales, ni el odio antiburgués, ni el horror ante la guerra inminente, ni las esperanzas utópicas... y, sin embargo, nuestro arte más avanzado sigue siendo “rupturista”... cuando ya no queda nada que romper, ni existe la urgencia social de romper nada. Es más, si aquel estado de cosas propio de los albores del siglo XX se mantuvo más o menos vigente durante el llamado “período de entreguerras” (siendo posiblemente agravado por la gran crisis financiera de 1929 y la expansión de los totalitarismos), inmediatamente después de terminar la Segunda Guerra Mundial las circunstancias habían dado ya un vuelco radical. Y si es cierto que el arte de una época debe reflejar inevitablemente el estado de la sociedad en la que se produce, la América de los años 50, la del “Sueño Americano” y el “American Way of Life” tendría que haber dado la espalda definitivamente a las estridentes vanguardias, con su desafío nihilista y destructivo, pues nada de ello podía armonizar con una sociedad plena de confianza en sí misma y en el futuro.
Sin embargo, en esos mismos años, Jackson Pollock se convertía en el artista más admirado de América, llevando a su país a liderar el panorama artístico mundial por primera vez en su Historia (con financiación directa de la CIA), gracias a su expresionismo abstracto, una abominable propuesta estética frente a la cual el cubismo de Picasso y el fauvismo de Matisse parecían cosa de niños[2]
No es posible que un fenómeno artístico único en la Historia, que caracterizó a la conflictiva Europa de 1910 gracias a su desafío permanente y su rechazo sistemático de cualquier norma estética (e incluso ética), haya caracterizado también a la ilusionada y "feliz" América de 1950, cuyos planteamientos vitales eran radicalmente diferentes.
Nos dirán que la América de los cincuenta no fue sólo la del Sueño Americano, sino también la de la Guerra Fría, la caza de brujas anticomunista del senador McCarthy, el “peligro nuclear”, la Guerra de Corea... y todo eso es cierto; pero aquella primera década del siglo XX, que con tan negros colores pintábamos hace un momento, fue también, en Europa, la de los años finales de la Belle Époque, retratada en cualquier manual de Historia como “una época de pujanza económica y satisfacción social, de expansión del imperialismo, fomento del capitalismo, enorme fe en la ciencia y el progreso como benefactores de la humanidad...” Es el tiempo de las operetas de Franz Lehar y los valses de Johann Strauss (en España, la de los grandes éxitos del “género chico”), del invento del aeroplano y el desarrollo del automóvil, de la popularización de los deportes y otras diversiones, como cafés y cabarets; una época que conoció además importantes avances en la sanidad, mejoras laborales, expansión de la enseñanza obligatoria y la alfabetización, y tantas otras cosas que parecían venir a mejorar la vida del ciudadano medio. El estallido de la Gran Guerra cortará en seco ese entusiasmo desmedido, pero renacerá poco después, en los “felices años veinte”, un decenio prodigioso que ha pasado a la Historia como paradigma de la alegría de vivir de toda una sociedad.
La Historia siempre tiene dos caras. Cualquier época se puede enfocar desde una óptica positiva tanto como desde una negativa, y no parece lícito hacerlo de una u otra forma según convenga a nuestros propósitos, destacando unos aspectos y ocultando otros para dar verosimilitud a una determinada tesis: en este caso, la justificación de un arte desquiciado como emanación inevitable, y hasta lógica, de las tensiones sociales de su tiempo. Del mismo modo que, en el siglo XVII, el arte se mantuvo al margen de los horrores de la Guerra de los Treinta Años y la caza de brujas (no la de McCarthy, sino la de verdad, bastante más aterradora y sangrienta), presentando avances espectaculares en todos los campos (desde el definitivo sistema tonal en la música al insuperable realismo naturalista en la pintura)[3], las primeras décadas del siglo XX, más allá de sus conflictos y sus miserias, contaban (al menos, desde el punto de vista de la gente común) con sobrados aspectos positivos para haber propiciado la culminación y definitiva consolidación de todo el desarrollo artístico anterior, sin ruptura ni rechazo alguno, al igual que la ciencia y la técnica de entonces avanzaban a pasos agigantados gracias a la respetuosa asimilación del trabajo de muchas generaciones precedentes. Bajo esta perspectiva, la agresión artística de las vanguardias parece fuera de lugar: cosa de locos, resentidos o marginados.
Había injusticias sociales, había problemas... ¿y en qué época no? Lo extraño es, en primer lugar, que los “inconformistas”, personajes autoexcluidos con poca o ninguna influencia social (que también han existido en todas las épocas), adquirieran repentinamente la capacidad de imponer, desde su postura de radical rechazo a todo, la pauta que había de seguir en el terreno artístico (y a veces también en el moral, gracias a su fascinante aureola de libertad) el conjunto de una sociedad pujante y llena de ilusiones, completamente controlada y dirigida en todos los demás aspectos por la poderosa burguesía[4]. Y en segundo lugar, que varias décadas después, una vez superados o reconducidos los problemas sociales que generaron ese caldo de cultivo (aunque la “solución” haya consistido mayormente en traspasárselos al Tercer Mundo), dicha pauta siga aún vigente, entronizada a salvo de cualquier cuestionamiento, convertida en verdad absoluta, cuando su motivación inicial había sido, precisamente, la de negar toda verdad impuesta.
A principios del siglo XX, los que querían acabar con la “democracia burguesa” se significaban poniendo bombas, y los que despreciaban el “arte burgués” se integraban en las vanguardias. Las vanguardias no son, en el fondo, más que terrorismo artístico; pero, así como las revoluciones políticas respondían a una presión social muy real (aunque parte de ella fuera fruto de la agitación inducida interesadamente por los propios partidos obreristas), la revolución artística no se sustentaba en ninguna exigencia popular. La ruptura en este terreno se produjo aprovechando los “vientos de cambio” que caracterizaron las primeras décadas del siglo XX, pero ni su origen ni su finalidad guardaban relación alguna (más allá del marxismo superficial y jactancioso y el lenguaje típicamente totalitario y extremadamente agresivo de muchos de sus impulsores) con las auténticas revoluciones sociales de su tiempo, las cuales se mantuvieron siempre al margen de este fenómeno. No ha existido nunca una “presión social” que pudiera justificar cabalmente el surgimiento y la consolidación de las vanguardias: ellas triunfaron únicamente en los países donde habían fracasado las revoluciones obreras, y este simple hecho demuestra que su histriónico sesgo antiburgués no era más que un disfraz.
                                                 *          *          *
El sistema Dadá os hará libres, romped todo. Sois los amos de todo lo que rompáis. Las leyes, las morales, las estéticas se han hecho para que respetéis las cosas frágiles. Lo que es frágil está destinado a ser roto. Probad vuestra fuerza una sola vez: os desafío a que después no continuéis. Lo que no rompáis os romperá, será vuestro amo”.

Manifiesto Dadaísta, 1916.
Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas para las cuales se muere y el desprecio de la mujer”. “Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias
                                                                                                         Manifiesto Futurista, 1909.

“¿Cómo puede pretenderse que demos muestras de amor, e incluso que seamos tolerantes, con respecto a un sistema de conservación social, sea el que sea? Esto es el único extravío delirante que no podemos aceptar. Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión”.

André Breton, 2º Manifiesto Surrealista, 1929.

Romper, destruir, despreciar, aniquilar... el arte de vanguardia irrumpe en el siglo XX como un grito de furia; pero no parece, en efecto, que recoja el sentir popular, sino que, al contrario, trata de inducir o despertar en el hombre estos sentimientos, como para arrastrarle a una ominosa vorágine antisocial. Esto es lo que nosotros entendemos por terrorismo artístico, e insistimos en que su aceptación social constituye un hecho insólito que no encuentra explicación a la luz de la lógica histórica convencional.




[1] Las citas están tomadas de la Red y no es fácil especificar su autoría, por cuanto se repiten de forma literal en numerosas webs y blogs de carácter didáctico.

[2] Al mismo tiempo, el también norteamericano John Cage llevaba la vanguardia musical al extremo con su “música aleatoria”, buen ejemplo de la cual es la obra 4’33’’ de 1952, en cuya partitura no aparece escrito ningún sonido que deba ejecutarse a lo largo de sus más de cuatro minutos y medio de duración. Se supone que la “gracia” de esta composición (si se puede llamar así a algo que no incluye elemento constructivo alguno) reside precisamente en que permite prestar atención a los “otros” sonidos, los ruidos ambientales que vayan surgiendo a lo largo de la “ejecución”, ruidos que pasarán así, de ser un elemento perturbador, a convertirse, por primera vez en la Historia, en los auténticos protagonistas del hecho musical. Lo curioso es que, aunque su partitura no incluye ninguna nota, 4’33’’ está concebida como una pieza para piano –poco después sería transcrita para orquesta sinfónica (!)-, y de hecho se requirió la presencia del pianista virtuoso David Tudor para efectuar su estreno. Cabe preguntarse cuántas horas de estudio debió dedicar este artista a preparar su “interpretación”, y qué caché percibió por permanecer cuatro minutos y medio sentado en silencio delante de un piano. También cabe preguntarse hacia dónde camina una civilización que admite, fomenta y patrocina espectáculos de este calibre, como parte de su cultura de elite, “sólo para conocedores”; teniendo en cuenta, además, que esta obra de Cage, que a nuestro entender marca el nadir del arte musical de todos los tiempos, no es, por desgracia, lo más aberrante que se ha hecho desde entonces: a partir de esos años,  como todo el mundo sabe, se han venido vendiendo como arte fenómenos y ocurrencias que el más elemental buen gusto impide describir en estas páginas.
[3] Como explicación a este hecho se suele aducir que, en tiempos pasados, el artista no gozaba de la libertad que, sólo a partir del siglo XX, le habría permitido criticar los valores establecidos. Esto es falso: el arte del pasado está repleto de críticas sorprendentemente mordaces y atrevidas a la Iglesia y al poder, con la diferencia de que entonces, al utilizar un lenguaje inteligible, estas puyas eran comprendidas por todos y podían surtir su efecto, mientras que la pretendida crítica social y moral de las vanguardias se diluye en la propia esterilidad de un lenguaje incomprensible, y no surte más efecto que la extrañeza y el desinterés del público en general. Evidentemente, ésta no es la mejor manera de hacer crítica social. Cuando, varias décadas después, el marxismo se proponga infiltrarse en los ambientes juveniles de las democracias occidentales (ya en los años 60 y 70), no lo hará a través de lenguajes abstrusos e incoherentes, sino mediante la “canción protesta”, en la cual una sencilla melodía, emotiva, pegadiza y en ocasiones muy inspirada, se convertirá en el vehículo ideal para transmitir un mensaje político, matizado a través de formas poéticas de corte noble y heroico que enardecerán a la juventud con extraordinaria eficacia propagandística. Una cosa es utilizar el arte para hacer crítica social, lo cual ha sido desde siempre una de sus funciones (con excepción, precisamente, de la URSS y demás totalitarismos mesiánicos, que utilizaban esas tácticas fuera de sus fronteras, pero jamás las permitieron dentro de ellas), y otra convertir el arte mismo en una crítica, cosa que carece de sentido y no produce más efecto que la destrucción del propio arte. Una cosa es utilizar una pistola para disparar proyectiles, con lo cual podemos presumiblemente alcanzar nuestro objetivo, y otra arrojar como proyectil la propia pistola, con lo cual, lo único que conseguiremos es quedarnos sin ella. O, dicho de otra forma: el proyectil más envenenado resulta inútil si el arma no está perfectamente engrasada.
[4] Sólo el eventual triunfo de una revolución marxista podía hacer perder localmente el control de la sociedad a la burguesía en esos momentos. Pero, aunque los líderes de las vanguardias se proclamaban con frecuencia marxistas, el marxismo despreciaba abiertamente las vanguardias, a las que consideraba signo evidente de la decadencia burguesa: en la URSS, el paraíso soñado de tantos vanguardistas utópicos, se prohibiría radicalmente su práctica, en favor del “realismo soviético”. Entre las reivindicaciones del proletariado, la cuestión artística no ocupaba, desde luego, lugar alguno (como no lo ocupaba en la sociedad en general, muy satisfecha con el arte convencional de su tiempo), de modo que el vanguardismo no se puede considerar propiamente un arma de agitación social encaminada a propiciar algún tipo de cambio político.