Hace algunos años, una empresa dedicada a realizar estudios sociológicos
llegó, mediante encuestas y sondeos, a la conclusión de que las personas de
mayor estatura conseguían, en general, empleos mejor remunerados que los más
bajitos, con una formación académica y una experiencia laboral similares. Se
ponía de manifiesto así un curioso fenómeno sociológico, poco conocido e
investigado hasta entonces, que se podría enunciar, reduciéndolo a una sucinta
proposición, de la siguiente manera: Los
más altos consiguen mejores empleos.
Sabemos, sin ningún género de dudas, cuándo una persona es más alta que
otra: sólo es cuestión de medir sus estaturas y compararlas. Y también sabemos
cuándo un empleo está mejor remunerado que otro: no tenemos más que confrontar
las cifras que figuran en las respectivas nóminas. De este modo, nuestra
afirmación “Los más altos consiguen mejores empleos” pone en relación directa
dos hechos (medir más o menos centímetros, ganar más o menos dinero) que
cuentan, cada uno de ellos, con sistemas de referencia independientes e
indiscutibles. Es, por tanto, una proposición coherente, más allá de que
posteriores estudios avalen o refuten su veracidad, o limiten de una u otra
forma su alcance, según los distintos ámbitos en que se aplique.
El darwinismo cuenta también con una proposición de este tipo, que
algunos entusiastas han llegado a calificar como “la mejor idea en la Historia
de la Humanidad”: Los más aptos consiguen
sobrevivir mejor. Esta es, en efecto, la clave del mecanismo de selección natural propuesto por Darwin
para explicar la evolución de las especies. A lo largo de las sucesivas
generaciones, se producen cambios o mutaciones espontáneas, algunas de las
cuales resultarán favorables y producirán individuos más aptos, que
sobrevivirán con más facilidad que el resto de la progenie y acabarán dando
lugar a una especie mejorada. La
supervivencia del más apto se ha convertido así en un principio fundamental, no sólo en el campo de la biología, sino incluso en los de la
sociología, la economía y la política.
Ahora bien, hemos señalado que, para que una proposición sea coherente,
debe poner en relación dos términos independientes, mensurables ambos de
acuerdo a sistemas de referencia autónomos. De la misma forma que contamos con
un medio incuestionable para saber si una persona es más alta que otra, o gana
más dinero, debemos disponer de una referencia para establecer cuándo un organismo
es más apto que otro. El problema es
que sólo existe un criterio para dilucidar la aptitud de los organismos vivos, y ese es, precisamente, la supervivencia. Por definición, un ser
vivo es más apto que otro cuando es más capaz de sobrevivir. La naturaleza está
llena de ejemplos que muestran que no siempre sobrevive el más fuerte, o el más
grande, o el más veloz, o el más agresivo. Resulta impredecible. En un entorno
determinado, una cierta cualidad puede ser la clave de la supervivencia, y, en
otro entorno distinto, puede ser la contraria: no existe un criterio
independiente de aptitud. Simplemente, se declara eventualmente apto al
organismo que, en unas condiciones dadas, ha logrado transmitir su información
genética a la siguiente generación. De esta manera, el pomposo principio de la supervivencia del más apto se reduce a
la “supervivencia del sobreviviente”. Es como si el enunciado que mencionábamos
al comienzo afirmase que “el más alto es el que mide más centímetros”, o que
“el que tiene mejor sueldo es el que gana más dinero”.
Una sentencia de este tipo,
no sólo no puede ser “la mejor idea de la Historia”, sino que ni siquiera
alcanza la categoría de idea, puesto
que no enlaza dos conceptos distintos para engendrar otro nuevo, limitándose a
nombrar un mismo elemento conceptual de dos maneras diferentes, con la
suficiente habilidad como para crear la ilusión de que se está aportando alguna
información. En este caso, no se está haciendo más que señalar que “alguien”
sobrevivirá (lo cual es obvio), y que a ese “alguien”, sea quien sea, le
llamaremos apto, sin indicar a priori
ninguna de las cualidades que le diferencian de los no-aptos, aparte de la
supervivencia en sí.
Esta clase de pensamiento autojustificativo es el que habría de llevar a
Hitler, algunas décadas después de la muerte de Darwin, a proclamar
unilateralmente a la raza aria como la más apta (¿tal vez por ser más altos y
más rubios?: en realidad, no necesitaba aportar ninguna explicación, como
Darwin tampoco lo había hecho) y proceder al exterminio de las etnias que, por
“ley natural”, estaban condenadas, tarde o temprano, a la desaparición.
Una nueva forma de entender el orden de la Naturaleza que también
inspiró a filósofos tan emblemáticos de la modernidad como Friedrich Nietzsche,
el cual despreció abiertamente las
cualidades de bondad y piedad para con los débiles (propias, según él, de una
religión blanda y decadente como el cristianismo), proclamando sin rubor que
sólo la “Voluntad de Poder” debía caracterizar al Superhombre. Tanto Hitler como Nietzsche (que, por otra parte,
critica a Darwin y pretende ir un paso más allá de él) aplican el principio
darwiniano de la forma más simple y grosera, reduciéndolo a “la supervivencia
del más fuerte”: éste es el gran peligro de un principio que, al no aportar
ninguna información per se, es
susceptible de ser interpretado como mejor convenga. Se equivocan, no obstante,
pues, como señalábamos anteriormente, las cualidades que garantizan las
supervivencia son cambiantes e imprevisibles, y no siempre están relacionadas
con la fuerza. Tal vez, el hecho de que nuestro mundo se halle hoy más cerca
del colapso que de la supervivencia sea un síntoma de esta fatal equivocación.
En cualquier caso, lo cierto es que la
supervivencia del más apto, ya sea en su variante darwiniana o (más
frecuentemente) en la nietzscheana, se ha convertido, sintomáticamente, en el
lema de fondo del mundo contemporáneo en su totalidad, y, de hecho, se empieza
a practicar ya desde las propias escuelas infantiles, donde se inculcan a los
niños los principios de feroz competitividad que habrán de desarrollar durante
sus vidas adultas para poder, literalmente, sobrevivir.
Habiendo creído descubrir una ley natural inexorable, el hombre moderno
ha convertido su sociedad en una jungla nueva y sofisticada (¡la “evolución”
cierra su ciclo, retornando a los orígenes!), en la que ser más apto significa ser calculador,
carecer de escrúpulos, trabajar frenéticamente... y procurar pensar lo menos
posible.
¡Qué gran idea!
Por cierto, señor Darwin: después de usted, algunos otros naturalistas
se han interesado por la fauna avícola de las islas Galápagos, y han realizado
estudios interesantes. Han descrito cómo, en temporada de grandes sequías,
aumentaba notablemente la población de pinzones de pico grueso, especializados
en ingerir sólo semillas duras, mientras las poblaciones de pinzones de pico
fino disminuían peligrosamente. En cambio, cuando sobrevenían fuertes
inundaciones (el fenómeno meteorológico conocido como “El Niño” afecta
precisamente a esa zona del Pacífico), las islas se cubrían con enormes
cantidades de semillas blandas y jugosas y eran las subespecies de pico fino
las que prosperaban en detrimento de las primeras, que apenas podían encontrar
alimento adecuado para ellas.
¿Cuál de ambas subespecies (por simplificar, ya que existen muchas otras
clases de “pinzones de Darwin”) deberíamos considerar “más apta”? ¿Qué habría
pasado si la naturaleza hubiera “seleccionado” a una de las dos y hubiera
relegado a la otra, dejándola morir? ¿No habría condenado a la extinción a la
especie entera, cuando las condiciones
medioambientales hubieran dado un nuevo giro? ¿Es realmente seleccionar lo que hace la naturaleza, o
es justamente lo contrario, esto es, mantener abiertas simultáneamente varias
vías, sin descartar ninguna (si
acaso, dejándolas en estado latente), para maximizar las posibilidades de
supervivencia en cualquier circunstancia? ¿Qué sentido puede tener calificar de
apto primero a un tipo y más tarde a su contrario? ¿Es éste un criterio
científico?
En las condiciones socioeconómicas actuales, el hombre “más apto”, el
que más probabilidades de éxito tiene, es el “tiburón” astuto, manipulador y
sin escrúpulos de conciencia. ¿Le convierte eso en el ejemplo más perfeccionado
de la especie humana, aquél que debe sobrevivir con preferencia sobre los
congéneres menos adaptados?
Queremos creer que no. Queremos creer que aquí sucederá como en las
islas Galápagos, que las condiciones ambientales volverán a cambiar, y el
hombre piadoso y caritativo, hoy reducido a una existencia precaria (pero no
totalmente extinguido) tendrá una nueva oportunidad, por el bien de todos.
* * *
No pretendemos insinuar que Darwin fuera un estúpido. Su teoría
constituye una elaboración creativa e inteligente de los datos que recabó
durante sus viajes como naturalista: él comprobó que las especies respondían
con eficaces modificaciones ante la presión del medio ambiente, y, como no podía saber que todas estas
variantes estaban comprendidas en el plan genético original, y que no tendían a
la transmutación de la especie, sino a su preservación en entornos diversos,
no vio ningún obstáculo que le impidiera imaginar un oso polar transformándose
paulatinamente en ballena. Él no lo vio, y ninguno de nosotros lo habríamos
visto en su lugar; pero lo cierto es que el obstáculo existía. Ninguna de las
modificaciones que él observó y describió suponía la creación ex nihilo de información genética nueva,
sino sólo la potenciación de unos genes sobre otros, entre todos los que
constituían el código genético de la especie. Algunos pinzones podían nacer
fortuitamente con el pico grueso, porque ya existía la información para generar
ese órgano dentro de una cierta gama de tamaños y grosores. Las condiciones del
entorno podían hacer que, en determinado momento, un cierto tipo de pico
resultara ventajoso sobre otro, pero no podían conseguir que, por ejemplo, le
salieran dientes, porque el genoma del pinzón no incluye información sobre
dientes. La
selección natural parecía contar con un ilimitado poder de creación de formas
nuevas, pero en realidad no era así; y, para explicar su modo de actuación,
Darwin acuñó un concepto que también parecía muy convincente, pero que, en el
fondo, no era más que una perogrullada: la supervivencia del más apto.
Aún habrá recalcitrantes que insistan en que, en un período de sequía,
los pinzones de pico grueso se revelan efectivamente como los más aptos, y que
es un hecho que por eso, y sólo por eso, sobreviven mejor que sus congéneres.
Esto, de alguna manera, daría carta de naturaleza a la expresión “supervivencia
del más apto”.
Es cierto. El problema es que no se puede extraer de aquí ninguna ley
general, lo cual priva a esta observación de cualquier valor científico: tener
el pico grueso no es en sí mismo mejor que tenerlo fino (como queda patente en
época de inundaciones), así que no puede considerarse un “perfeccionamiento”
más que de forma muy ocasional. La naturaleza, librada a este mecanismo de selección
oportunista, no seguiría una línea ascendente, sino un simple zigzag que no
llevaría a ninguna parte.
Sin embargo (podrían seguir arguyendo los más pertinaces), sí se pueden
señalar algunas características que constituirían, indiscutiblemente, perfeccionamientos
o mejoras, y que harían a su poseedor claramente superior a sus competidores en
cualquier circunstancia, es decir, más aptos de forma absoluta. Por ejemplo, el sistema inmunológico, o el de
coagulación de la sangre.
Es cierto también. Pero este tipo de “mejoras” presenta al menos dos
problemas. El primero es que son siempre dispositivos de complejidad
irreducible (y abrumadora, por cierto), muy difíciles, o imposibles, de ser
generados mediante un “golpe de suerte”: requerirían la aparición fortuita de
una enorme cantidad de información genética, cosa que, como hemos visto, no
forma parte del mecanismo de la selección natural. El segundo es que, más que
“mejoras”, son de por sí elementos imprescindibles desde un principio: ningún
organismo superior podría sobrevivir sin ellos. No podemos imaginar a
generaciones enteras de vertebrados de cualquier especie subsistiendo durante
millones de años sin estar dotados con sistemas inmunológicos o de coagulación
sanguínea perfectamente funcionales. En cualquiera de los casos, el concepto
darwiniano nos lleva a un callejón sin salida.